
Galad
— Bésame.— Murmuró levemente, con la voz perdiéndose entre el ir y venir de los autos en la haríaavenida y la cálida presencia del viento.
Quería, pero no podía moverme, era como si las suelas de mis zapatos se hubiesen pegado al suelo. Mis labios habían olvidado cómo articular las palabras, y en mi mente sólo existía una palabra... Ella. Siempre tan bonita, pero no ante mis ojos. Siempre junto a mí, pero no conmigo. Su nombre era Aria, y a pesar de la inmensidad de su nombre, entendí que el brillo de sus pupilas era un universo que podía crear un amor más grande que cualquier otro. Pero no me pertenecía. Y dolía. Era como recibir un disparo justo en el pecho.
— Bésame.— Repitió esta vez con el ceño fruncido y un mohín en los labios.
Sí lloraba, entonces yo también lo . Lamentablemente, me debatía entre la razón y el corazón, porque Aria amaba tanto, que podía hacerlo por los dos, absorbiendo sentimientos ajenos sin querer, y robándose la felicidad sin saber, sin embargo, mi alma se rompía de amor cada vez que la veía. Y ni siquiera lo sabía... Hasta hoy. El cielo, las estrellas, e incluso las lunas me decían a gritos que las acciones se basaban en el sentir, y viceversa, pero me di cuenta muy tarde. Aria desapareció. Y coella, mi mundo entero. Camino a casa me encontré con la melancolía, y mientras hablábamos me explicó que Aria nunca podría ser amada porque sus labios no pertenecían a nadie, y que su corazón tampoco... porque no existía.
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Una vez más, su atención viajó por las líneas que conformaban el techo de aluminio, recibiendo el sonido del mismo como eco único en sus pensamientos, estaba sentado en el sofá con los brazos apoyados en el espaldar y su cabeza inclinada ligeramente hacia arriba; llevaba alrededor de una hora sumido en sus pensamientos viendo como una gota de agua proveniente de una de las válvulas que atravesaban el ocaso y llegaban al lugar de entrenamiento, estaba cumpliendo el requisito obligatorio, si es que aquél término podía ser digno de usar, pues llevaba haciéndolo tanto tiempo, que la obligación se había convertido en costumbre, la molestia en gusto, y la concentración en habilidad.
Pero esta vez, Ascian no se encontraba allí por tal razón, sino que ahora, por el contrario, necesitaba un momento de meditación, de aquellos en los que la soledad misma parecía ser buena compañía y una guía a las soluciones; sus pensamientos viajaban a través de la danza transmitida desde sus dedos a la espesa gota nueva que su interés había atrapado antes de siquiera tocar el suelo, visto de otro punto, cualquiera hubiese dicho que tenía vida propia; la susodicha se movía de aquí a allá dejando a su paso movimientos que la hacían ver elegante y delicada. Más a los ojos de Ascian se teñía de ligera melancolía al enseñarle con rapidez los recuerdos que usualmente ignoraba.
Su trance se vio interrumpido por el fuerte portazo que resonó en sus oídos, haciéndole parpadear varias veces y observar a continuación como su concentración se perdía entre el chasquido que emitió la gota de agua al estamparse contra el suelo; pronto, sus claros orbes se entretuvieron siguiendo los movimientos del peliblanco frente a sí, sonrió, sintiendo esa calidad fraternal que acostumbraba a emanar.
— Mira nada más, ¿qué haces aquí? —Cuando los ojos contrarios se cruzaron con los suyos, su sonrisa se ensanchó; y elevó una de sus manos, moviendo sus dedos cómo si imitara un pequeño golpe en el aire, entonces, la gota que hizo aparición terminó su camino en la mejilla del menor, estrellándose sin mucha fuerza, pero sí salpicando más de lo necesario.— No creí que hoy quisieras venir a entrenar.

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